Esta es una confesión de parte que trata de la fascinante seducción de la narrativa como género. De ninguna manera es una “autoreseña”, menos una crítica interesada.
De un tiempo a esta parte me ha sido concedido –como díría Jorge Luis Borges- escribir cuentos e incluso una breve novela. Confieso, con fascinación, que inventar historias es una de las tareas más gratas que le ha tocado vivir a un ser humano. Lo digo, por supuesto, con total conocimiento de causa.
Lo que los escritores hacen en realidad es apropiarse de la realidad para transformarla a la medida de sus deseos más íntimos y volcarla luego en palabras que solo consiguen evocarla; nunca reproducirla en su verdadera magnitud. En este sentido, tanto puede servir la observación de un hecho banal, un libro escrito por un autor, como una fábula creada por el imaginario colectivo.
Cuento esto a raíz de la publicación de mi libro El suicida del frío (Altazor, Lima, 2009), que reúne trece relatos ambientados en la ciudad y el campo en los que recreo –ignoro si con pericia– la fantasía popular y los abismos insondables de la existencia humana. Es un libro pequeño, editado a toda prisa y tributario del cuento policial y la obra de Julio Ramón Ribeyro y Juan Carlos Onetti.
El libro lleva el nombre de un cuento basado a su vez en una leyenda esquimal. Esa leyenda dice que toda pareja de recién casados debe adoptar a un anciano de la tribu como su nuevo hijo. Pero para que ese nuevo hijo se materialice, el anciano debe suicidarse y entregar su alma a la posteridad. De este modo, queda asegurada la continuidad de la especie.
El texto que leí tenía apenas un párrafo. Me pareció, sin embargo, tan hermoso que decidí ampliarlo y convertirlo en un cuento. Conservé el escenario original porque la idea de la sangre corriendo por la blancura de la nieve era una imagen poética o, en todo caso, simbólica. Leyendas como esa, pienso, son propias de un lugar donde la vida ocurre en situaciones muy difíciles y en donde la mente humana acusa recibo de esas dificultades creando historias profundas y poderosas.
Creo que esta leyenda esquimal es, en cierta forma, la gran metáfora de la escritura. Los escritores cumplen siempre un ciclo, luego de lo cual entregan la posta a los que vienen. Ejercer el oficio es en buena cuenta una manera alegórica de morir. Cuando esto ocurre, los que usaron las palabras dejan a estas impregnadas de un significado personal que se suma al gran archivo que han ido formando otros a lo largo de miles de años. Es como en la leyenda esquimal: alguien desaparece para entrar definitivamente en la rueda del eterno retorno.
La estructura del libro ha quebrado la linealidad de la vida. Empieza por el final, donde se supone que los seres humanos alcanzamos cierta dosis de sabiduría, aunque lo dudo. Sigue con historias que tienen como espacio la infancia alimentada por la fantasía popular y la fuerza de los sentimientos (un adolescente que es levado a la cárcel por mirar clandestinamente una película de Sofía Loren, un pintor que se reencarna en un sobrino suyo, un niño que está convencido que con una honda se puede alcanzar la guarida de Dios, una disfraz de la muerte que espera que todos duerman para cargar con una de sus víctimas y un río que se traga a los valientes con la imagen de su quietud) Y finaliza con relatos de juventud que tienen como columna vertebral el desencanto. En realidad yo me siento esencialmente un poeta. Así escriba narrativa, me siento un poeta. Lo que ocurre es que siento que la poesía es como la pepa del fruto que se cubre de distintas pulpas y cascarones. Las hay densas, suaves, ásperas, blandas y transparentes. La idea es que esa envoltura sea cada vez más como la piel de un ángel. La poesía por eso debe insinuarse, intuirse, volverse tácita y por lo mismo muda. Esta es mi intención. No sé si lo conseguiré alguna vez.
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Luis Eduardo García.
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